miércoles, 12 de junio de 2013

Feliz Día del Padre (Futbolero)


Mi papá es parte de una generación de hombres para la que estaba prohibido llorar. Recuerdo de entre los primeros consejos, cuando yo apenas comenzaba a balbucear alguna palabra, cuando lloriqueaba por alguna caída o algún moretón, la sentencia concluyente: "a golpes se hacen los hombres". Y la que le seguía era: "los hombres nunca lloran". Ergo, si usted quiere ser hombre, guarde esas lágrimas.
Nunca había visto lágrimas en los ojos de mi viejo hasta aquella tarde del 22 de junio de 1986. Se sabe: aquel día lloraron todos los hombres argentinos, los de la generación de mi viejo, los de antes y los más nuevos. Eran los cuartos de final del Mundial 86 y las imágenes en blanco y negro del pequeño televisor desde el Estadio Azteca del Distrito Federal de México iban con el volumen apagado y acompañadas con la trasmisión de Radio Argentina, donde relataba Víctor Hugo.
Entonces lo ví llorar. Como él y como todos había sufrido aquella guerra de Malvinas del 82. Como él y como todos había una insensata sensación de venganza por aquella guerra. Como si ese partido fuera la continuidad, deportiva, de la derrota de Malvinas. Como si meterle la mano en el bolsillo a ellos fuera justificado (hablo de la Mano de Dios). Ni qué hablar del segundo gol, para despejar dudas. Ese es el de las lágrimas de mi viejo.
Pocas veces lo ví llorar después. Apenas cuando se murió su madre. Y alguna vez que yo me fui. Y algunas más... Seguro que hubo otras, antes. Y después. Pero la primera vez que yo lo ví llorar fue aquel domingo (era domingo ¿no?) a la tarde, solos, ambos, enfrente del televisor.
Aquella tarde aprendí algunas cosas. Ya sabía que el fútbol tiene sus propias normas, distintas de las normas convencionales. No se puede putear ni gritar dentro de casa. Pero putear por fútbol sí que se puede. No se pueden romper cosas en la casa. Pero romperlas por fútbol sí que se puede. No se puede llorar, a riesgo de perder la condición de hombre. Pero llorar por fútbol sí que se puede.
Esta generación de hombres de la que soy parte tiene muchas otras excepciones para las lágrimas. Ya no se estigmatiza al que llora ni se exacerba el sentido de la masculinidad ni se lo emparenta con las lágrimas. De hecho, escribo esto entre las lágrimas que me han brotado mientras leo la nota por el día del padre de Ezequiel Fernandez Moores (ver acá).
Pero lo que importa es ese estado de excepción que involucra el fútbol. Y tanto más importa que lo hayamos descubierto con nuestro padre. Porque de todas las cosas que compartimos, la más linda, la que más nos une, la que más nos hace conversar, es el fútbol. Y en mi caso, es Boca.
Ya conté alguna vez aquí que fuí hincha de River, por mi tío y padrino, en las épocas gloriosas del River de Labruna que, después del 75, se llevaba los campeonatos al tranquito y jugando el mejor fútbol de la Argentina (Fillol; Saporiti/Comelles, Pavoni, Passarella y Hector López/Tarantini; JJ, Merlo y Alonso; Pedro González, Luque y Ortiz/Commisso). Era difícil para un padre luchar contra esos resultados, cuando Boca estaba cuesta abajo después de los tìtulos del 78. Tal vez aprendí entonces, también, que ser un buen hijo era hacerle el aguante con Boca. Tal vez haya podido más la burla por la condición de gallina. Quién sabe. Lo cierto es que le doy gracias por haberme trasmitido ese amor por el fútbol. Y también este amor incondicional por Boca. Porque me hacen una persona más completa. Una mejor persona. Una persona mejor que la que sería si pensara, desde la frialdad de la razón, como el boludo del Gordo Lanata, que mirar fútbol es un deporte de fracasados que creen que ganan lo que no ganan en la vida cuando su equipo gana un partido o un campeonato. Con todo el respeto que le tengo (y sabiendo que esa frase de Lanata fue en el medio de la decisión del gobierno de cambiarle el horario al fútbol para sacarle rating a PPT), debo decir esto: ¡Pobre tipo!
Tal vez, en el fondo, el gran miedo que tenemos como padres, es si podremos lograr trasmitirle ese amor a nuestros hijos. El amor por el fútbol es una forma del amor en general. Que es también una forma del amor por tus padres. Como siempre - ¡puta, que lindo sería ser escritor! - el Gran Martín Caparrós lo dice mejor que yo. Ahí va:
"Yo empecé a llevar a mi hijo (a la cancha) cuando tenía cinco o seis años. Y sigue yendo. Seguimos yendo. Hace 12 años que vamos todos los partidos que estamos acá. Sin duda. Me pasó algo muy genial con eso, que creo que escribo en el libro que traté de que mi hijo fuera hincha de Boca. Cuando nació mi hijo dije –padre permisivo y contemporáneo– que no quiero imponerle nada, que haga lo que quiera en la vida, pero hay una cosa que le quiero imponer, que es que sea hincha de Boca. Porque pensé que cuando sea grande y la perspectiva de una tarde con su anciano padre le parezca la decimocuarta cuestión en su lista de prioridades, le parezca intolerable, quizás todavía podamos seguir viendo a Boca juntos. Entonces vamos a tener algo que hacer, etc. Una noche volvíamos de la cancha de Boca, no me acuerdo qué partido, pero uno de esos buenos que habíamos ganado por Libertadores, volvíamos contentos y como para seguir un poco en clima prendimos la radio de vuelta en el coche y estaba un programa (creo) de Alejandro Apo que estaba entrevistando en ese momento a Iván Noble, que tenía un hijo de tres o cuatro años. Entonces Apo le preguntó si él pensaba tratar de influir para que su hijo fuera hincha de Boca. Iván Noble le dijo sí, porque yo no sabía, pensaba que quizá no, pero me convencí en el libro Boquita de Caparrós que quería que su hijo fuera de Boca porque entonces iban a poder seguir haciendo cosas juntos. Mi hijo estaba ahí, estábamos actuando esas cosas. Nos miramos y nos empezamos a matar de risa. Fue un gran momento. Yo suelo mirar –perdón si ofendo a alguien– con cierta desconfianza a los padres cuyos hijos son de otro equipo. [Risas] Hay algo que no supieron hacer."

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